Globalia
Edimburgo
Foto: Pixabay.

En un pub de Leith

Irvine Welsh retrató Edimburgo como un escenario de guiñol destartalado para una sociedad desubicada y única.

Suena el riff de bajo de ‘Lust for life’ y dan ganas de echar a correr, aunque no hayamos robado nada. Princess Street. Sobre su acera arranca la tragedia de un puñado de jóvenes con los brazos picados y la esperanza hecha jirones. ‘Trainspotting‘, la película de Danny Boyle, se convirtió en un fenómeno mundial. Había belleza y dulcificación del fracaso en aquellos drogadictos crecidos en los ochenta. El universo literario en el que se basa el film tiene menos poesía. Es crudo, gris y devastador. Sin matices ni actores guapos. Una Escocia arrasada por los excesos, por el desempleo, encerrada en un presente eterno. Y Edimburgo como un escenario de guiñol destartalado. Irvine Welsh retrató en ‘Cola‘, ‘Trainspotting‘ o ‘Porno‘ a una sociedad desubicada y única. De aquel fuego desesperado ya no quedan ni las cenizas. La ciudad creció sin ellos y ahora el sol es más generoso con el paisaje de hormigón y antenas.

Del fútbol a las pintas, de las pintas a la muerte. Fue el retrato de un puñado de jóvenes con urgencia por vivir, modales blandos, calles pisadas mil veces, ayudas estatales, balonazos al aire y vinilos rayados. Como la luna, Edimburgo siempre había tenido dos caras. En el lado iluminado estaba la Royal Mile, con sus tiendas de souvenirs y sus caminantes despistados, el Castillo, los pubs de Grassmarket, el espectáculo de luces en el Royal Botanic Garden, el Festival de teatro en verano… y luego, en el anverso, alejada de la bóvida mirada del turista, amanecía su anatomía de callejones, los afters, las librerías polvorientas y, sobre todo, aquellas arterías que conducían a Leith, el barrio portuario donde se criaban Renton, Begbie y toda la charpa.

En los ochenta el barrio se vio sacudido por el cierre de sus astilleros. El desempleo borró a una generación, condenada a sobrevivir, obligada a reinventarse. Las adicciones fueron el terrible alivio de muchos jóvenes, sin rutas, con destinos de niebla. Pasó el tiempo y se cementó la grieta. Leith es ahora un barrio bohemio, joven, vital. Sin fantasmas. El color plomo del mar muriendo en el estuario de Forth. Restaurantes, camisetas verdes del Hibernian, tiendas de segunda mano y artistas callejeros. Un nuevo latido en un barrio ya irreconocible para los viejos vecinos y los personajes de las novelas de Welsh.

No hay nada mejor en Edimburgo que dejarse arrastrar por sus calles sin horarios ni rutas. Desembocar en The Shore. Entrar en cualquier pub. Pedir una Tennet´s. Pensar en los viejos tiempos. La nostalgia tiene espinas. Afortunadamente, nunca mueren las canciones. Iggy Pop suena exigido por uno de los agrietados altavoces. Un libro bajo el brazo. En ‘Cola’, en mi opinión, el libro de Welsh que mejor describe el lento desperezo de Leith, el padre de Carl Ewart, uno de los protagonistas, escribió un decálogo para legar a su hijo. “Si te sientes bien o mal, recuerda que nada dura eternamente y que hoy es el comienzo del resto de tu vida”, rezaba su noveno consejo. Con esa frase en la cabeza apuro la pinta mientras miro a través del ventanal a todos esos jóvenes de ahora, con sus miedos y sus expectativas, con sus propias canciones, con sus prisas, eligiendo la vida, eligiendo un empleo, eligiendo una carrera, eligiendo una familia, eligiendo un televisor grande que te cagas…

Antonio Agredano